Gobernador sucesivamente de Alcántara,
Cádiz, Canarias, Sevilla y Orán, autor de una famosa Autobiografía, en la que
trasluce una semblanza de la historia de la Monarquía Hispánica durante la
segunda mitad del siglo XVII.
El
Marquesado de Tenebrón es un título nobiliario creado el 17 de mayo de 1690 por
el rey Carlos II, que hace referencia a la localidad salmantina de Tenebrón.
Félix de los Reyes Nieto de Silva y Saa nació en Ciudad Rodrigo (Salamanca) en 1635 y fue el tercer hijo de Félix Nieto de Silva y Carvajal, señor de Alba de Yeltes y Caballero de l Orden de Santiago, en la que ingresó en 1617, casado en segundas nupcias con Isabel Herrera de Saá y Coloma, procede de una familia hidalga asentada en la comarca de Ciudad Rodrigo (Salamanca), que fue encumbrándose a la nobleza media medrando a costa de la jurisdicción real –proceso, por otra parte general, que alcanzó su gran intensidad en el siglo XVII aprovechando la mayor debilidad de la Monarquía–. Por tanto, un hidalgo “segundón” que optó por la carrera de las armas, iniciando un cursus honorum a través de empleos militares, hábitos, rentables matrimonios y desempeño de cargos y oficios –de los denominados de capa y espada– que le reportarían con el tiempo un progresivo ascenso social no exento de fracasos y decepciones, como de un sentimiento de agravio que le acompañaría hasta el final de sus aventuras.
En
época temprana tomó las armas al servicio del rey, entre los 16 y 18 años,
seguramente primero como soldado en Zamora, luego rápidamente promocionado a
capitán de caballería, empleo en el que sirvió durante casi 17 años. Estuvo en
casi todos los frentes de la guerra con Portugal –Verín, Ciudad Rodrigo y
Badajoz, nunca en la frontera onubense–; aun, si bien, con la excepción del
sitio portugués a Badajoz (junio 1658-octubre 1658), en ninguna decisiva
batalla se vio involucrado, pues en la importante derrota de las Líneas de
Elvas, aunque participó en el sitio español (noviembre 1658-14 de enero de
1659), se encontraba en Ciudad Rodrigo cumpliendo órdenes el fatídico día. Lo
mismo le ocurrió con otra sonada derrota española, Castelo Rodrigo (7 de julio
de 1664), quiso la casualidad que entonces se encontrara en Salamanca de
permiso. Las definitivas de Ameixal (Estremoz, 1663) o Montes Claros
(Villaviciosa, 1665) no son siquiera nombradas. No quiere decir ello que su
valor y comportamiento frente al enemigo quede en entredicho, más al contrario
se preocupa de que resuene sin tacha en todo su discurso. Ni de la crueldad de
la guerra, ni antes de las “trastadas” de su infancia y juventud, guarda malos
recuerdos. De todo lo sucedido sale con bien y lo refiere a la especial
protección que le dedica la Virgen de la Peña de Francia, a quien evoca hasta
la extenuación en cada episodio, en cada capítulo.
En
1671, casado de su primera mujer Jerónima de Cisneros y Moctezuma –de linaje
imperial azteca–, con hábito de
Alcántara y maestre de campo, obtiene su primer cargo en la administración
del rey, la gobernación de un territorio de órdenes, el partido de Alcántara.
Tras cuatro años, en el cargo, sería nombrado gobernador de Cádiz –despachado en enero de 1676– plaza militar
acorde a un maestre de campo y un buen tanto para el ascenso en el estatus
social cortesano. Hay que advertir que este empleo pudo muy bien venirse al
traste por el nombramiento previo de gobernador de Canarias –de muy poco gusto
para él, parece ser por lo alejado y pobre del lugar– aunque en el último
momento el gobierno del puerto de Indias vino a compensarle, y aún más de la
muerte de su segunda mujer –lo era desde el enero anterior– Beatriz Carvajal y
Pizarro, condesa de Torrejón.
Cádiz
fue el refrendo a su ingenio en el buen gobierno –ya apuntado en la gobernación
de Alcántara– y a la inmensa capacidad de gestión que nos regala
orgullosamente. Tanto en su lucha frente al contrabando en el comercio
trasatlántico como ante el hambre y la escasez –endogámica en Andalucía en esta
época de crisis– ejemplifica en su persona las virtudes que deben caracterizar
al administrador público al servicio de su rey. Si tuvo tiempo para saborear
las mieles de un nuevo matrimonio –el tercero, con Elvira de Loaisa y
Chumacedo, condesa de Guaro e hija de Juan Chumacero, presidente de Castilla y
conde de Arco–, también lo tuvo para sufrir la persecución política ejercida
desde el poder durante el corto “reinado” de D. Juan José de Austria, el eterno
pretendiente a las más altas instancias sembró de intriga cortesana su ascenso
como de sospecha permanente su gobierno.
Ciudad Rodrigo |
Habiendo sido nombrado Gentilhombre de Cámara y Consejero de Guerra, en el verano de 1680 recibió el destino de la gobernación de Canarias.
Un
año antes de llegar a la gobernación de las islas, en Villanueva de Mesía
(Granada), la peste había provocado un aborto a su mujer y la pérdida de su
hija mayor María. Otra, Juana, fallecería en Granada el mismo día que llegaba
su padre a Tenerife –con tormenta de por medio–, y al año siguiente (1681)
moría una más, Isabel. Situaciones por lo demás corrientes en la época, pero
una vez más apela con fervor providencialista a su Virgen de la Peña de
Francia; aunque quizá más tuviera que ver en el quebranto económico que le
supuso el puesto, los efectos económicos de la política monetaria y deflacionista
decretada por la Monarquía.
En
fin, poco lustre le proporcionó a D. Félix aquel empleo tan “fuera de mi genio”
–aunque los paisanos le merecieron mejor opinión– por lo que la incorporación a
intendencia de Sevilla –cinco años
después de haber ido a Canarias con la promesa de sólo uno y medio– fue un
regalo al que su afán de servicio al rey le “obligaba”. Poco tiempo le duró “la
buena fortuna con que allí goberné”, en julio de 1687 fue a terminar sus días
como gobernador y capitán general de las
plazas de Orán y Mazalquivir, reinos de
Tremecén y Túnez en el norte de África. Título precedido de los cotidianos
enfrentamientos cortesanos que caracterizaron la crisis de una monarquía
deprimida y dominada por la intensa intriga política. La fatalidad de su antecesor
Diego de Bracamonte.muerto en batalla o, como dice él, “quiso nuestra Señora
librarme de ese conflicto, y que […] se me diese á mí el puesto”, le llevó al
presidio africano, donde tuvo la oportunidad de sentir en propias carnes el
abandono de una monarquía que tocaba a su fin.
Un
año antes de su muerte, acaecida en Orán, el 11 de febrero de 1691, en mayo de
1690 Carlos II premió sus servicios con el marquesado de Tenebrón.
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