lunes, 1 de septiembre de 2025

Fernando Villaamil y Fernández-Cueto. Marino. Inventor del “destructor”

 

Destacado marino e innovador naval, conocido principalmente por ser el creador del primer destructor del mundo, y por su papel en la modernización de la Armada durante el siglo XIX. Su vida combinó una brillante carrera militar, un espíritu visionario en el diseño naval y un trágico final en combate durante la Guerra Hispano-Estadounidense.


Fernando Villaamil
nació el 12 de noviembre de 1845 en Serantes, parroquia del concejo de Castropol (Asturias), en el seno de una familia hidalga. Tercero de los hijos de Fermín Villaamil y Cancio, un abogado que gastó todo su patrimonio en interminables pleitos y una agitada vida política, casado con Rosario Fernández-Cueto y Roza, de ilustre familia ovetense tradicionalista. 

El Capitán de Navío Villaamil

Desde muy joven mostró inclinación por la vida naval, lo que lo llevó a ingresar como aspirante en la Escuela Naval Militar de San Fernando en julio de 1861, donde inició su formación como guardiamarina. Durante su formación y primeros años de servicio, participó en diversas misiones tanto en aguas nacionales como internacionales. Tuvo un destacado papel en la Guerra del Pacífico (1864–1866), cuando la armada española intervino en las costas de Perú y Chile.

En los años siguientes, Villaamil ocupó varios destinos en buques de la Armada y se fue consolidando como un oficial meticuloso, eficiente y especialmente interesado en la modernización de la marina, tanto en el ámbito táctico como en el técnico.

En 1876 se había casado en Cambre con Julia Cancio Villota, hija del político Mariano Cancio Villaamil, con quien tuvo una única hija, Rosario Villaamil Cancio; casada a su vez con Carlos Pérez Acebal.

En septiembre 1892, Villaamil emprendió un viaje de circunnavegación del globo al mando de la corbeta Nautilus -construida en Glasgow en 1886-,  con fines científicos, hidrográficos y diplomáticos. Este viaje fue clave en su formación global y su conocimiento de las necesidades estratégicas de una marina moderna. A su regreso en julio de 1894, Villaamil redactó numerosos informes y propuestas para reformar la Armada Española, promoviendo la instrucción continua, el uso de nuevas tecnologías, la renovación de buques y la adopción de tácticas más modernas.

El Nautilus

El nacimiento del destructor

Una de sus contribuciones más notables fue la creación de un nuevo tipo de buque de guerra: el destructor de torpederos. En un contexto en que los torpederos se habían convertido en una amenaza seria para los buques de línea, Villaamil concibió un navío rápido, bien armado y con autonomía suficiente para escoltar escuadras y cazar torpederos.

Contratorpedero "Destructor"

Su idea cristalizó con la construcción del Destructor* (1887), diseñado por él y construido en los astilleros de Yarrow, en el Reino Unido. Este barco fue considerado el primer destructor de la historia naval mundial, marcando un hito en la evolución de la guerra naval. 

Últimos años y Guerra Hispano-Estadounidense

En la década de 1890, Villaamil continuó promoviendo la reforma de la Armada, pero las limitaciones presupuestarias y la inestabilidad política dificultaron la adopción plena de sus ideas. A pesar de ello, ocupó importantes cargos, incluyendo la jefatura de la Escuadra de Torpederos.

Durante la Guerra Hispano-Estadounidense (1898), fue nombrado segundo jefe de la Escuadra de Cervera, al mando del destructor Furor. El 3 de julio de 1898, participó en la Batalla Naval de Santiago de Cuba, un enfrentamiento decisivo que terminó con la derrota de la escuadra española. Villaamil murió en combate cuando el Furor fue alcanzado por fuego enemigo y se hundió tras dura resistencia.

Fernando Villaamil es recordado como un innovador naval y un patriota que dedicó su vida al progreso técnico y estratégico de la Armada Española. Su visión adelantada a su tiempo dejó una huella duradera.

martes, 26 de agosto de 2025

Evolución de la nobleza en España desde las Cortes de Cádiz

 

A lo largo del siglo XIX y XX, la aristocracia buscó adaptarse, manteniendo su influencia social y, en ciertos periodos, su proximidad al poder político. Sin embargo, en el marco constitucional actual, la nobleza es ante todo un símbolo histórico y cultural, que conserva un prestigio honorífico, pero ha dejado de ser una institución con poder real en la vida política y económica de España.

La historia contemporánea de España no puede entenderse sin analizar el papel de la nobleza, una institución secular que, aunque profundamente transformada, ha mantenido una notable presencia desde la Edad Media hasta nuestros días. La aprobación de la Constitución de 1812 por las Cortes de Cádiz supuso un punto de inflexión: por primera vez se cuestionaban de manera directa los privilegios tradicionales de la aristocracia, en un contexto de crisis del Antiguo Régimen y de emergencia de las ideas liberales. Desde entonces, la nobleza española, tanto la titulada como la que no (hidalguía), ha atravesado un complejo proceso de adaptación, pasando de ser un grupo privilegiado con funciones políticas y jurisdiccionales a convertirse, en buena medida, en una élite social y simbólica de carácter honorífico.


Hay una cuestión en la que nunca se insiste bastante: los títulos se conceden para ser utilizados públicamente. Si alguien sucede o rehabilita un título nobiliario, y mucho más si lo obtiene para sí directamente del Rey, debería ostentarlo con legítimo orgullo, procurando ser digno de tan alta merced, honrando a sus antepasados, con total fidelidad a la Corona, sin ocultarlo con absurdo recato. 

La nobleza en el Antiguo Régimen

Hasta comienzos del siglo XIX, la nobleza en España había constituido uno de los tres pilares fundamentales del orden estamental, junto con el clero y el pueblo llano. Gozaba de amplios privilegios, como la exención del pago de impuestos, la posesión de mayorazgos —bienes vinculados e inalienables— y la jurisdicción sobre territorios en régimen señorial. Su poder económico se sustentaba en la gran propiedad agraria, mientras que su influencia política se manifestaba en la cercanía a la monarquía y la ocupación de cargos en la administración, el ejército y la Iglesia.

Sin embargo, ya en el siglo XVIII, bajo los Borbones, se habían producido intentos de limitar su peso político y reforzar el poder central. La Guerra de la Independencia (1808–1814) aceleró el proceso, pues la nobleza se dividió entre afrancesados y patriotas, y el nuevo marco liberal empezaba a socavar los fundamentos del orden estamental.

Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812

La Constitución de 1812 marcó un antes y un después en la historia de la nobleza española. Aunque no eliminó los títulos nobiliarios, sí consagró principios contrarios a los privilegios tradicionales: la igualdad jurídica de los ciudadanos, la abolición de los señoríos jurisdiccionales y el cuestionamiento de los mayorazgos. Con ello, la nobleza perdió gran parte de su poder político y económico directo.

Los señoríos pasaron a integrarse en la administración del Estado, lo que supuso el fin de una de las bases históricas de la aristocracia. Si bien muchos nobles conservaron sus tierras y consiguieron transformarlas en propiedades privadas, la desaparición de los vínculos señoriales mermó de manera significativa su capacidad de control sobre la población campesina.

Promulgación de la Constitución de 1812-Cádiz. Salvador Viniegra

La nobleza en el Estado liberal del siglo XIX

Durante el siglo XIX, la nobleza se vio obligada a adaptarse a la nueva realidad liberal. Aunque continuaba siendo un grupo social influyente, su papel cambió. Muchos aristócratas se integraron en la vida política como miembros destacados de los partidos moderados y conservadores, aportando estabilidad y apoyo a la monarquía. La Corona, consciente de la importancia simbólica de mantener a la aristocracia, siguió concediendo títulos nobiliarios, en ocasiones a políticos, militares y financieros que habían demostrado fidelidad al régimen.

En el plano económico, la nobleza intentó reconvertirse. Mientras algunas familias lograron mantener su posición mediante la modernización de sus explotaciones agrarias o la inversión en sectores emergentes como el ferrocarril o la banca, otras fueron perdiendo relevancia a causa de las desamortizaciones y de la fragmentación de sus patrimonios. Este proceso acentuó la división entre una aristocracia de gran fortuna y prestigio y una nobleza empobrecida, que conservaba el título, pero carecía de recursos materiales.

La nobleza en la Restauración y la primera mitad del siglo XX

Durante la Restauración borbónica (1874–1931), la nobleza recuperó cierta visibilidad pública. Muchos aristócratas ocuparon cargos en el Senado, la diplomacia o la alta administración, y continuaron siendo figuras clave en la vida social y cultural. Madrid y otras ciudades españolas se convirtieron en escenarios de sociabilidad aristocrática, con palacios, tertulias y actividades benéficas organizadas por familias nobles.

Sin embargo, los cambios políticos del siglo XX debilitaron su posición. La proclamación de la Segunda República (1931) trajo consigo la abolición oficial de los títulos nobiliarios y la prohibición de su uso en documentos públicos. Esta medida, aunque de carácter simbólico, reflejaba el rechazo de una parte de la sociedad hacia la nobleza como vestigio del Antiguo Régimen.

La Guerra Civil y la posterior dictadura franquista modificaron nuevamente el panorama. Francisco Franco restituyó los títulos nobiliarios y concedió otros nuevos a militares y colaboradores del régimen, utilizando la nobleza como instrumento de legitimación y recompensa. Así, se produjo una cierta “democratización” del acceso a la nobleza, aunque en un sentido político y no social, pues seguía siendo una distinción reservada a las élites fieles al poder.

La nobleza en la España democrática

Con la llegada de la democracia tras la muerte de Franco en 1975, la nobleza perdió toda función política y jurídica. La Constitución de 1978 reconoce los títulos nobiliarios, pero únicamente como meras distinciones honoríficas, sin privilegios legales. La monarquía parlamentaria, encarnada en la figura de Juan Carlos I y posteriormente Felipe VI, ha mantenido la práctica de rehabilitar o conceder títulos como una tradición vinculada al reconocimiento de méritos.

Títulos Nobiliarios y Grandezas

​​​​​​​​​​​​​​​​​​​​​​​​​​La Constitución Española de 1978 atribuye al Rey el "conceder honores y distinciones con arreglo a las leyes" (art. 62 f).

Las Grandezas y Mercedes nobiliarias nacen por concesión soberana del Rey; posteriormente se van transmitiendo siempre por adquisición legal. Como derechos honoríficos que son, están fuera del comercio de los hombres y no pueden ser objeto de transacción mercantil alguna. En algunos casos revierten a la Corona cuando, vacante el Título, no se ejercitan durante un cierto tiempo las acciones encaminadas a su adquisición o transmisión.

La facultad de otorgamiento o concesión se ejerce por el Rey y se materializa a través de una Real Carta. Dicho otorgamiento surte efectos frente a terceros una vez que se publica en el Boletín Oficial del Estado el correspondiente Real Decreto de concesión.

El rey Felipe VI preside la asamblea de la Diputación Permanente y Consejo de la Grandeza 
de España y Títulos del Reino en el Palacio Real de El Pardo. A. Pérez Meca / 2024

Felipe VI pide ejemplaridad a los nobles: "El privilegio es compromiso y servicio a la sociedad"

En la actualidad, la nobleza en España se encuentra plenamente integrada en una sociedad democrática e igualitaria. Sus miembros suelen destacar en ámbitos como la cultura, la filantropía o la gestión de sus patrimonios históricos. Muchos palacios y bienes nobiliarios han pasado a formar parte del patrimonio cultural, abiertos al público o gestionados por fundaciones. No obstante, la nobleza sigue conservando un valor simbólico y social. Para determinados círculos, ostentar un título continúa siendo un signo de distinción y prestigio, aunque sin implicar superioridad legal alguna. En este sentido, puede afirmarse que la nobleza ha transitado de ser un estamento con funciones políticas a convertirse en una élite honorífica y cultural.

La trayectoria de la nobleza española ilustra, en definitiva, el tránsito de un orden social estamental hacia una sociedad de ciudadanos iguales en derechos, donde la tradición aristocrática subsiste como vestigio de un pasado que sigue despertando interés, pero sin capacidad de condicionar el futuro.