A lo largo del siglo XIX y XX, la
aristocracia buscó adaptarse, manteniendo su influencia social y, en ciertos
periodos, su proximidad al poder político. Sin embargo, en el marco
constitucional actual, la nobleza es ante todo un símbolo histórico y cultural,
que conserva un prestigio honorífico, pero ha dejado de ser una institución con
poder real en la vida política y económica de España.
La historia contemporánea de
España no puede entenderse sin analizar el papel de la nobleza, una institución
secular que, aunque profundamente transformada, ha mantenido una notable
presencia desde la Edad Media hasta nuestros días. La aprobación de la Constitución
de 1812 por las Cortes de Cádiz supuso un punto de inflexión: por primera vez
se cuestionaban de manera directa los privilegios tradicionales de la
aristocracia, en un contexto de crisis del Antiguo Régimen y de emergencia de
las ideas liberales. Desde entonces, la nobleza española, tanto la titulada
como la que no (hidalguía), ha atravesado un complejo proceso de adaptación,
pasando de ser un grupo privilegiado con funciones políticas y jurisdiccionales
a convertirse, en buena medida, en una élite social y simbólica de carácter
honorífico.

Hay una cuestión en la que
nunca se insiste bastante: los títulos se conceden para ser utilizados
públicamente. Si alguien sucede o rehabilita un título nobiliario, y mucho más
si lo obtiene para sí directamente del Rey, debería ostentarlo con legítimo orgullo,
procurando ser digno de tan alta merced, honrando a sus antepasados, con total
fidelidad a la Corona, sin ocultarlo con absurdo recato.
La nobleza en el Antiguo
Régimen
Hasta comienzos del siglo XIX, la
nobleza en España había constituido uno de los tres pilares fundamentales del
orden estamental, junto con el clero y el pueblo llano. Gozaba de amplios
privilegios, como la exención del pago de impuestos, la posesión de mayorazgos
—bienes vinculados e inalienables— y la jurisdicción sobre territorios en
régimen señorial. Su poder económico se sustentaba en la gran propiedad
agraria, mientras que su influencia política se manifestaba en la cercanía a la
monarquía y la ocupación de cargos en la administración, el ejército y la
Iglesia.
Sin embargo, ya en el siglo
XVIII, bajo los Borbones, se habían producido intentos de limitar su peso
político y reforzar el poder central. La Guerra de la Independencia (1808–1814)
aceleró el proceso, pues la nobleza se dividió entre afrancesados y patriotas,
y el nuevo marco liberal empezaba a socavar los fundamentos del orden
estamental.
Las Cortes de Cádiz y la
Constitución de 1812
La Constitución de 1812 marcó un
antes y un después en la historia de la nobleza española. Aunque no eliminó los
títulos nobiliarios, sí consagró principios contrarios a los privilegios
tradicionales: la igualdad jurídica de los ciudadanos, la abolición de los
señoríos jurisdiccionales y el cuestionamiento de los mayorazgos. Con ello, la
nobleza perdió gran parte de su poder político y económico directo.
Los señoríos pasaron a integrarse
en la administración del Estado, lo que supuso el fin de una de las bases
históricas de la aristocracia. Si bien muchos nobles conservaron sus tierras y
consiguieron transformarlas en propiedades privadas, la desaparición de los
vínculos señoriales mermó de manera significativa su capacidad de control sobre
la población campesina.
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Promulgación de la Constitución de 1812-Cádiz. Salvador Viniegra |
La nobleza en el Estado
liberal del siglo XIX
Durante el siglo XIX, la nobleza
se vio obligada a adaptarse a la nueva realidad liberal. Aunque continuaba
siendo un grupo social influyente, su papel cambió. Muchos aristócratas se
integraron en la vida política como miembros destacados de los partidos
moderados y conservadores, aportando estabilidad y apoyo a la monarquía. La
Corona, consciente de la importancia simbólica de mantener a la aristocracia,
siguió concediendo títulos nobiliarios, en ocasiones a políticos, militares y
financieros que habían demostrado fidelidad al régimen.
En el plano económico, la nobleza
intentó reconvertirse. Mientras algunas familias lograron mantener su posición
mediante la modernización de sus explotaciones agrarias o la inversión en
sectores emergentes como el ferrocarril o la banca, otras fueron perdiendo
relevancia a causa de las desamortizaciones y de la fragmentación de sus
patrimonios. Este proceso acentuó la división entre una aristocracia de gran
fortuna y prestigio y una nobleza empobrecida, que conservaba el título, pero
carecía de recursos materiales.
La nobleza en la Restauración
y la primera mitad del siglo XX
Durante la Restauración borbónica
(1874–1931), la nobleza recuperó cierta visibilidad pública. Muchos
aristócratas ocuparon cargos en el Senado, la diplomacia o la alta
administración, y continuaron siendo figuras clave en la vida social y
cultural. Madrid y otras ciudades españolas se convirtieron en escenarios de
sociabilidad aristocrática, con palacios, tertulias y actividades benéficas
organizadas por familias nobles.
Sin embargo, los cambios
políticos del siglo XX debilitaron su posición. La proclamación de la Segunda
República (1931) trajo consigo la abolición oficial de los títulos nobiliarios
y la prohibición de su uso en documentos públicos. Esta medida, aunque de
carácter simbólico, reflejaba el rechazo de una parte de la sociedad hacia la
nobleza como vestigio del Antiguo Régimen.
La Guerra Civil y la posterior
dictadura franquista modificaron nuevamente el panorama. Francisco Franco
restituyó los títulos nobiliarios y concedió otros nuevos a militares y
colaboradores del régimen, utilizando la nobleza como instrumento de legitimación
y recompensa. Así, se produjo una cierta “democratización” del acceso a la
nobleza, aunque en un sentido político y no social, pues seguía siendo una
distinción reservada a las élites fieles al poder.
La nobleza en la España
democrática
Con la llegada de la democracia
tras la muerte de Franco en 1975, la nobleza perdió toda función política y
jurídica. La Constitución de 1978 reconoce los títulos nobiliarios, pero
únicamente como meras distinciones honoríficas, sin privilegios legales. La
monarquía parlamentaria, encarnada en la figura de Juan Carlos I y
posteriormente Felipe VI, ha mantenido la práctica de rehabilitar o conceder
títulos como una tradición vinculada al reconocimiento de méritos.
Títulos Nobiliarios y Grandezas
La
Constitución Española de 1978 atribuye al Rey el "conceder honores y
distinciones con arreglo a las leyes" (art. 62 f).
Las
Grandezas y Mercedes nobiliarias nacen por concesión soberana del Rey;
posteriormente se van transmitiendo siempre por adquisición legal. Como
derechos honoríficos que son, están fuera del comercio de los hombres y
no pueden ser objeto de transacción mercantil alguna. En algunos casos
revierten a la Corona cuando, vacante el Título, no se ejercitan durante
un cierto tiempo las acciones encaminadas a su adquisición o
transmisión.
La facultad de otorgamiento o concesión se ejerce por
el Rey y se materializa a través de una Real Carta. Dicho otorgamiento
surte efectos frente a terceros una vez que se publica en el Boletín
Oficial del Estado el correspondiente Real Decreto de concesión.
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El rey Felipe VI
preside la asamblea de la Diputación Permanente y Consejo de
la Grandeza de España y Títulos del Reino en el Palacio Real de El Pardo. A. Pérez Meca / 2024 |
Felipe VI pide ejemplaridad a los nobles: "El privilegio es compromiso y servicio a la sociedad"
En la actualidad, la nobleza en
España se encuentra plenamente integrada en una sociedad democrática e
igualitaria. Sus miembros suelen destacar en ámbitos como la cultura, la
filantropía o la gestión de sus patrimonios históricos. Muchos palacios y bienes
nobiliarios han pasado a formar parte del patrimonio cultural, abiertos al
público o gestionados por fundaciones. No obstante, la nobleza sigue
conservando un valor simbólico y social. Para determinados círculos, ostentar
un título continúa siendo un signo de distinción y prestigio, aunque sin
implicar superioridad legal alguna. En este sentido, puede afirmarse que la
nobleza ha transitado de ser un estamento con funciones políticas a convertirse
en una élite honorífica y cultural.
La trayectoria de la nobleza
española ilustra, en definitiva, el tránsito de un orden social estamental
hacia una sociedad de ciudadanos iguales en derechos, donde la tradición
aristocrática subsiste como vestigio de un pasado que sigue despertando interés,
pero sin capacidad de condicionar el futuro.