viernes, 13 de noviembre de 2020

Alonso de Salazar y Frías. Inquisidor, fiscal y consejero de la Suprema



Inquisidor cuya fama se debió principalmente a su participación en el tribunal de la Inquisición que juzgó, en Logroño, el caso de las brujas de Zugarramurdi en 1610. En, aproximadamente, un año consiguió desactivar aquel proceso de delaciones y acusaciones en cadena. Dejó escrito: "No hubo brujos ni embrujados hasta que no se empezó a tratar y escribir de ellos".

Alonso de Salazar y Frías nació en Burgos, en el año de 1564, en el seno de una familia hidalga de comerciantes y abogados. Su padre y abuelo paternos fueron letrados, con antecedentes familiares de mercaderes de lana en el Consulado de la ciudad, una de sus instituciones más importantes.

Estudió derecho canónico en Salamanca y Sigüenza y se ordenó sacerdote en 1588. Fue destinado a las diócesis de Jaén y Toledo donde trabajó a las órdenes del obispo de ambas, Bernardo de Sandoval y Rojas, tío del Duque de Lerma, valido de Felipe III.
Tras muchos años al servicio de Sandoval, adquiere una muy merecida reputación de abogado brillante y honrado. En el año 1609 ingresó en el Santo Oficio, y pocos meses después entró en contacto con el caso de las brujas de Zugarramurdi, una pequeña localidad navarra, de poco más de 200 habitantes que se dedicaban a la ganadería y a la agricultura, fronteriza con la zona vasco-francesa. Era un momento muy sensible en una Europa, especialmente en Francia y Alemania, donde se había desencadenado una persecución y caza a las consideradas como brujas.

Al llegar a Logroño, encontró iniciado el que se conoce como “proceso de las brujas”. La Inquisición había detectado una secta de brujas en Zugarramurdi, en el Pirineo vasco-navarro, y pronto surgieron enfrentamientos entre Salazar y los otros dos inquisidores: Alonso Becerra Holguin y Juan del Valle, en la manera de llevar el proceso, que terminó en el famoso auto de fe de 1610.

El origen de las denuncias viene tras el regreso a Zugarramurdi, a finales de 1608, de una joven que había emigrado cuatro años atrás a Labort, la región del territorio vasco-francés, donde escuchó historias de brujas, e impresionada por ellas, en una ocasión dijo que había visto en uno de los aquelarres a María de Jureteguía, vecina del pueblo, algo que en principio negó la acusada, pero que, acosada, acabó confesando haber sido una bruja desde niña, Y no sólo eso, sino que afirmó que su tía María Chipía de Barrenechea le había introducido en las artes de la brujería, y continuó dando más nombres de brujas y de brujos. Como era de esperar, lo sucedido en Zugarramudi llegó al conocimiento del tribunal del Santo Oficio de Logroño, con jurisdicción sobre Navarra, que ordenó el arresto de cuatro de las supuestas brujas, las cuales fueron encarceladas en prisión y que, tras un duro interrogatorio, confesaron que eran brujas y denunciaron a otros, detuviéndose a 40 personas.

Un año y dos meses más tarde, durante el 7 y el 8 de noviembre de 1610, se celebró en Logroño el auto de fe. Dieciocho personas confesaron sus culpas y apelaron a la misericordia del tribunal. Las seis que se resistieron fueron quemadas vivas y cinco más fueron quemadas en efigie porque habían muerto en prisión. Dos fueron absueltas.

Sin embargo, Alonso de Salazar, desde el principio, tuvo serias dudas de que todo fuera verdad y su opinión consiguió imponerse a la del resto de sus compañeros, por lo que solicitaron al Consejo de la Suprema Inquisición, sito en Madrid, que enviara a Zugarramurdi a una persona que investigara “desapasionadamente los hechos”.El elegido para tal investigación fue el propio Alonso de Salazar.

Durante ocho meses, de mayo a diciembre de 1611, recorrió el norte de Navarra, Guipuzcoa y Vizcaya. “A medida que fue observando los casos, interrogando a los acusados y haciendo hablar a la gente de modo liso y llano, su criterio fue perfilándose más, hasta que llegó a dar como falsas la mayoría de las actuaciones atribuidas a los brujos en aquel caso concreto”, escribió Julio Caro Baroja en “Las brujas y su mundo”.

Así, en marzo de 1612 Salazar redactó un primer informe y luego un segundo, que remitió a la Suprema en octubre de 1613. En dichos documentos Salazar afirmaba haber absuelto a 1.384 niños y niñas (entre seis y catorce años, los niños, y entre seis y doce, las niñas) y a 41 adultos y reconciliado a 290. De todas estas personas, 81 revocaron sus confesiones anteriores.


Salazar prestó una atención especial a los testigos, y constató que muchos de ellos “nombraron indebidamente a muchos que con certidumbre sabían que no eran culpados” por “sobornos, enemistades o respetos indebidos” y concluyó que los fenómenos de brujería eran historias inverosímiles.

Las conclusiones a las que llegó Salazar fue que los fenómenos de brujería investigados eran historias inverosímiles y ridículas y “todo lo que la relación de Logroño da como cierto, cayó como embuste y patraña”. Sus opiniones coincidieron con las del Obispo de Pamplona, Antonio Venegas de Figueroa, el humanista Pedro de Valencia y el jesuita Hernando de Solarte, que atribuían las confesiones a la superstición y a la incultura. En 1614, la Suprema siguió sus consejos y dictó instrucciones en las que ordenaba actuar con la máxima cautela.

Desde ese momento, para la Inquisición española los aquelarres eran cosa de perturbados y no de demonios y un fenómeno contagioso, por lo que el Santo Oficio se abstuvo de fomentarlo dando pábulo a las denuncias o a los rumores. A partir de entonces, gozó Salazar de prestigio entre los miembros del Consejo, que le encomendó varias visitas de inspección a tribunales entre 1617 y 1622. A continuación pasó a ocupar el cargo de fiscal en el Consejo y, posteriormente, el de consejero en tiempos del inquisidor general fray Antonio de Sotomayor. Falleció el 9 de enero de1636.

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