Inquisidor
cuya fama se debió principalmente a su participación en el tribunal de la
Inquisición que juzgó, en Logroño, el caso de las brujas de Zugarramurdi en
1610. En, aproximadamente, un año
consiguió desactivar aquel proceso de delaciones y acusaciones en cadena. Dejó
escrito: "No hubo brujos ni embrujados hasta que no se empezó a tratar y
escribir de ellos".
Alonso
de Salazar y Frías nació en Burgos, en el año de 1564, en el seno de una
familia hidalga de comerciantes y abogados. Su padre y abuelo paternos fueron
letrados, con antecedentes familiares de mercaderes de lana en el Consulado de
la ciudad, una de sus instituciones más importantes.
Estudió
derecho canónico en Salamanca y Sigüenza y se ordenó sacerdote en 1588. Fue
destinado a las diócesis de Jaén y Toledo donde trabajó a las órdenes del
obispo de ambas, Bernardo de Sandoval y Rojas, tío del Duque de Lerma, valido
de Felipe III.
Tras
muchos años al servicio de Sandoval, adquiere una muy merecida reputación de
abogado brillante y honrado. En el año 1609 ingresó en el Santo Oficio, y pocos
meses después entró en contacto con el caso de las brujas de Zugarramurdi, una
pequeña localidad navarra, de poco más de 200 habitantes que se dedicaban a la
ganadería y a la agricultura, fronteriza con la zona vasco-francesa. Era un
momento muy sensible en una Europa, especialmente en Francia y Alemania, donde
se había desencadenado una persecución y caza a las consideradas como brujas.
Al llegar a Logroño, encontró iniciado el que se conoce como “proceso de las brujas”. La Inquisición había detectado una secta de brujas en Zugarramurdi, en el Pirineo vasco-navarro, y pronto surgieron enfrentamientos entre Salazar y los otros dos inquisidores: Alonso Becerra Holguin y Juan del Valle, en la manera de llevar el proceso, que terminó en el famoso auto de fe de 1610.
El
origen de las denuncias viene tras el regreso a Zugarramurdi, a finales de 1608,
de una joven que había emigrado cuatro años atrás a Labort, la región del territorio
vasco-francés, donde escuchó historias de brujas, e impresionada por ellas, en
una ocasión dijo que había visto en uno de los aquelarres a María de
Jureteguía, vecina del pueblo, algo que en principio negó la acusada, pero que,
acosada, acabó confesando haber sido una bruja desde niña, Y no sólo eso, sino
que afirmó que su tía María Chipía de Barrenechea le había introducido en las
artes de la brujería, y continuó dando más nombres de brujas y de brujos. Como
era de esperar, lo sucedido en Zugarramudi llegó al conocimiento del tribunal
del Santo Oficio de Logroño, con jurisdicción sobre Navarra, que ordenó el
arresto de cuatro de las supuestas brujas, las cuales fueron encarceladas en
prisión y que, tras un duro interrogatorio, confesaron que eran brujas y
denunciaron a otros, detuviéndose a 40 personas.
Un
año y dos meses más tarde, durante el 7 y el 8 de noviembre de 1610, se celebró
en Logroño el auto de fe. Dieciocho personas confesaron sus culpas y apelaron a
la misericordia del tribunal. Las seis que se resistieron fueron quemadas vivas
y cinco más fueron quemadas en efigie porque habían muerto en prisión. Dos
fueron absueltas.
Sin
embargo, Alonso de Salazar, desde el principio, tuvo serias dudas de que
todo fuera verdad y su opinión consiguió imponerse a la del resto de sus
compañeros, por lo que solicitaron al Consejo de la Suprema Inquisición, sito
en Madrid, que enviara a Zugarramurdi a una persona que investigara
“desapasionadamente los hechos”.El elegido para tal investigación fue el propio
Alonso de Salazar.
Durante
ocho meses, de mayo a diciembre de 1611, recorrió el norte de Navarra,
Guipuzcoa y Vizcaya. “A medida que fue observando los casos, interrogando a los
acusados y haciendo hablar a la gente de modo liso y llano, su criterio fue
perfilándose más, hasta que llegó a dar como falsas la mayoría de las
actuaciones atribuidas a los brujos en aquel caso concreto”, escribió Julio
Caro Baroja en “Las brujas y su mundo”.
Así,
en marzo de 1612 Salazar redactó un primer informe y luego un segundo, que
remitió a la Suprema en octubre de 1613. En dichos documentos Salazar afirmaba
haber absuelto a 1.384 niños y niñas (entre seis y catorce años, los niños, y
entre seis y doce, las niñas) y a 41 adultos y reconciliado a 290. De todas
estas personas, 81 revocaron sus confesiones anteriores.
Salazar
prestó una atención especial a los testigos, y constató que muchos de ellos
“nombraron indebidamente a muchos que con certidumbre sabían que no eran
culpados” por “sobornos, enemistades o respetos indebidos” y concluyó que los
fenómenos de brujería eran historias inverosímiles.
Las
conclusiones a las que llegó Salazar fue que los fenómenos de brujería
investigados eran historias inverosímiles y ridículas y “todo lo que la
relación de Logroño da como cierto, cayó como embuste y patraña”. Sus opiniones
coincidieron con las del Obispo de Pamplona, Antonio Venegas de Figueroa, el
humanista Pedro de Valencia y el jesuita Hernando de Solarte, que atribuían las
confesiones a la superstición y a la incultura. En 1614, la Suprema siguió sus consejos
y dictó instrucciones en las que ordenaba actuar con la máxima cautela.
Desde
ese momento, para la Inquisición española los aquelarres eran cosa de
perturbados y no de demonios y un fenómeno contagioso, por lo que el Santo
Oficio se abstuvo de fomentarlo dando pábulo a las denuncias o a los rumores. A
partir de entonces, gozó Salazar de prestigio entre los miembros del Consejo,
que le encomendó varias visitas de inspección a tribunales entre 1617 y 1622. A
continuación pasó a ocupar el cargo de fiscal en el Consejo y, posteriormente,
el de consejero en tiempos del inquisidor general fray Antonio de Sotomayor.
Falleció el 9 de enero de1636.
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